El migajón y el vuelo

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Alpie, Letras de Agua
Al Pie de la LetrMARIO GUILLEN

La maja

Ilustración por: Mario Guillén Ordoñez
Escrito por: Denisse Ríos

Los parques nos pueden enseñar muchas cosas: el olor que existe en el verde de los árboles, que el viento puede tener distintos matices, que las personas pueden quedar hipnotizadas con las aves y que éstas comen migajón como si fuera el más delicioso banquete que pudiera existir. Pero lo más vehemente de esta experiencia sensorial es descubrirte con alas. Descubrir que a nosotros los humanos también nos fascina la migaja como sustancia básica de la vida. 

Cuando alguien la ofrece con tanta euforia, llegamos a pensar que no hay nada más. Y volamos. Volamos por estas costras crujientes, para capturarlas cuando ondulan o bailan por el viento hasta llegar al piso en donde, finalmente, nos estrellamos. Con un ala fracturada intentamos emprender vuelo, pero nuestro humano, amante del accidente provocado, nos acerca un pedazo de pan. Ya no lo arroja al viento o al piso, sino que nos lo entrega desde la mano. Algo sigue punzando en el ala ya desplumada, y nos acercamos. El hambre se va, la calma regresa por un momento.

El humano te recoge, te venda y te suelta con delicadeza en el piso. De poco en poco, las migajas toman otra vez altura, vuelves a volar, y caes. Ya no hay más alas por quebrar, así que caminas.

Y en ese andar adviertes que las migajas sabían a rencor, a olvido, a indiferencia. Vuelas, no físicamente, claro. Pero sientes que vuelas. Reparas en que esas alas que se sacudían con desesperación vuelven a ser brazos: unos enormes, abiertos. El pico, que solía rasparse en el piso por la migaja más pequeña, se convierte en un par de labios capaces de dar y recibir aliento, de gritar. Tus piernas comienzan a caminar con soltura, sin miedo, y tu válvula de sangre otra vez reacciona, palpita, es fuerte, es ensordecedora.

Empiezas a correr. Te das cuenta de que jamás fuiste un ave, pero siempre fuiste un alma destinada al vuelo.

 

 

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