Fotografía: Irving Conde
Escrito por: JC
H olaEn el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, Moinseur Beauvais Saint-Eustache había mirado el óleo de Henri Matisse por unos treinta minutos. La pintura representaba a una mujer vestida de negro, la cual leía sentada sobre una silla y de espaldas al pintor. Una pequeña lámpara de aceite ilumina tenuemente la habitación donde la mujer leía. Lo que al hombre más le gustó de la pintura fue el rostro oculto de la mujer, la manera en la que discretamente inclinaba la cabeza hacia abajo con la intención de dirigir la mirada hacia el libro.
Moinseur Beauvais trató de imaginarla: el cabello de la dama era negro, probablemente sus ojos y cejas también lo que pudieron. Su complexión era delgada, su rostro también sería de serlo. Le costó trabajo pensar en su nariz, pero al final acabó imaginándola larga y delgada. «Sí, dijo, estoy seguro que así debe ser su cara». Aunque sea conforme con su descripción, no podría evitar un pequeño macho por no poder verdaderamente contemplar la belleza de la dama.
Cuando se percató del ensimismamiento en el que había caído, se dio cuenta también de una excepción de una guardia que había estado todo el tiempo allí, ya no quedaba nadie más en la habitación. Se volvió hacia la puerta, y cuando estaba a punto de salir de la galería, un sonido le hizo volver la mirada. Apenas pudo distinguir a una mujer de negro que corría en dirección hacia la otra puerta y, tras un breve instante, Moinseur Beauvais comprendió lo que sucedió. No tuvo la menor duda cuando al ver de nuevo el cuadro, lo vio vacío, con una mitad del libro que la mujer leía colgando por fuera, mientras que la otra mitad permanecía pintada dentro. El hombre no lo intentó ni un momento para correr tras ella.
La mujer iba con una velocidad sorprendente y a Moinseur Beauvais le costó mantener el paso. La siguió por una larga distancia, haciéndose espacio entre la gente, pero cuando llegó al vestíbulo del museo, se percató de que la había perdido de vista. Corrió rápidamente con el guardia de la entrada, y tras preguntarle si no había visto salir a una dama vestida completamente de negro y bañada en aceite de pintura, aquel, extrañado, le contestó que no. Moinseur Beauvais buscó en el vestíbulo del museo, pero no vio rastro alguno de la mujer del óleo. A punto de caer en la desesperación, el hombre salió a la calle con la esperanza de encontrarla entre el gentío. No vio a la mujer enseguida, y estaba a punto de rendirse, cuando distinguió algo que renovó su esperanza: unas huellas de pintura negra en el piso se alejaban sobre la Avenue du Président Wilson en dirección a la Rue Debrousse, por lo que Moinseur Beauvais corrió lo más rápido que pudo hacia ahí, siguiendo, no sin cierta dificultad, los rastros de aceite que la dama iba dejando en el asfalto.
Después de buscar un par de minutos pudo distinguir entre la multitud a la mujer del óleo. La vio caminando con paso rápido sobre la Avenue de New York, por lo que el hombre aceleró el paso. Después de unos minutos logró alcanzarla, y esto solamente porque ella se había detenido a tomar aire. La mujer estaba apoyada en la barda, de frente al Sena, con el rostro agachado y oculto detrás de sus brazos, por lo que el hombre se le acercó lentamente. Al hacerlo, sintió que su propia respiración era rápida y que sus piernas le temblaban, y al intentar llamar a la mujer por su nombre se dio cuenta de que no lo sabía. Moinseur Beauvais se le acercó aún más y le tomó el rostro con la mano, con la esperanza de que éste fuera idéntico a como él lo había imaginado. No se desilusionó, sino que al contrario, un júbilo repentino se apoderó de él, porque la mujer era exactamente como la había imaginado. Su cabello era largo, y de él parecía escurrir un líquido aceitoso. La mujer no era del todo hermosa, pero Moinseur Beauvais quedó maravillado por sus ojos oleosos, que tal como se los había imaginado anteriormente, eran negros, de un azabache intenso, profundo y vidrioso. Emocionado, Moinseur Beauvais la tomó del brazo y le dijo que lo acompañara a su casa, que él iba a llevarla para que ahí pudiera secarse, cambiarse de ropa y dormir un rato. La mujer se dejó guiar lentamente por la mano de Moinseur Beauvais, y mientras ambos caminaban entre la muchedumbre que abarrotaba las calles, nadie se dio cuenta de que aquella pareja iba dejando un pequeño rastro de aceite negruzco en el camino.
Cuando llegaron a la casa ya era de noche. Moinseur Beauvais tomó una toalla del baño y se la tendió a la mujer para que se secara el aceite con ella. Después de comprobar que su invitada no iba a hablar a pesar de todas las preguntas que le hacía, el hombre decidió conformarse con mirarle los ojos, las pupilas oscuras. «Aunque bueno ―pensó―, quizá intente un poco más». Se acercó lentamente a la mujer, y acarreado por un impulso, le besó los labios húmedos, rociados por aquel aceite insípido. A la mujer no pareció molestarle este atrevimiento, pero Moinseur Beauvais no quiso hacer otra vez algo parecido por temor a que ella se fuera a enojar. Le volvió a hacer un par de preguntas, pero al ver que no contestaba, la dirigió a su cuarto, donde le acomodó la cama.
La mujer se acostó, Moinseur Beauvais se tendió a su lado y ambos se vieron de frente. Sin decir palabra, el hombre comenzó a tocar a la mujer: primero dirigió su mano hacia su seno, después a la hendidura entre las piernas, remojó sus dedos entre los aceitosos vellos púbicos. Ella cerró los ojos y él se sintió caliente y excitado, pero cuando intento ponerse sobre ella para penetrarla, la mujer no se dejó. Entonces Moinseur Beauvais se arrepintió de haber actuado tan rápido, y conformándose con mirar los ojos negros de la mujer del óleo, se dejó vencer por el sueño.
A la mañana siguiente cuando despertó, Moinseur Beauvais se llevó la sorpresa de su vida al darse cuenta de que la mujer del cuadro había desaparecido. Aunque no del todo ausenteAhí está la mujer, ya no estaba ahí; su cuerpo derretido no era ahora más que un charco de aceitón, sus senos coloreaban las sábanas, el colchón, sus brazos caían sobre el piso y se extendían en dos líneas delgadas hacia la puerta, huyendo por debajo de ella. Sus piernas eran ahora mucho más largas que la cama, y como dos hilos sobre el piso, apurando las últimas gotas de su cuerpo derretido. En un acto de desesperación, Moinseur Beauvais se puso de pie, corrió rápidamente a la cocina y regresó al cuarto con un pequeño traste de plástico. Con él recogió los ojos de la mujer, aquel aceite negro que antes adornaba el rostro de su amada, y ahora estaba un punto de ser completamente absorbido por las sábanas blancas.