Escrito por: Diana Flores Cano
Contemporáneo de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Juan de la Cabada y José Revueltas, Edmundo Valadés reivindica la brevedad del cuento en una época en la que las novelas eran las grandes protagonistas de la narrativa. De acuerdo con Pavón, Valadés y sus contemporáneos pertenecen al grupo de los expresionistas, que se caracteriza por una tendencia hacia el cosmopolitismo, la introspección psicológica de sus personajes, el uso de escenarios de aparente intrascendencia y el empleo de diversos códigos culturales.
Valadés estuvo inmerso en el mundo de las letras, ya sea como editor de la revista literaria El cuento, periodista y cuentista, de ahí que su estilo se caracterice por un lenguaje conciso que se aleja de las profusiones literarias y del regodeo en las descripciones. Su narrativa se considera fantástica y realista, rural y urbana. Su obra literaria no es vasta, los títulos que podemos encontrar son: Antípoda (1961), Las dualidades funestas (1964), Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita (1980) y La muerte tiene permiso (1955), volumen de cuentos que me interesa para este trabajo.
Anécdotas anodinas, brevedad e introducción a la mente de los personajes son algunos de los rasgos que comparten los dieciocho cuentos reunidos en La muerte tiene permiso. Etapas de transición, pérdida de la niñez, el mundo adulto, la injusticia, espacios en los que circunda la pobreza son, de manera muy general, los temas que podremos encontrar en esta obra, donde el principal detonante es la muerte, física o simbólica.
Las narraciones en las que me enfocaré son “La infancia prohibida” y “Como un animal, como un hombre”. El primer cuento corresponde a la historia de Alberto quien, ubicado en el futuro, recuerda y relata episodios significativos cuando tenía la edad de once años y, debido a su orfandad, vivió en casa de sus tíos, un matrimonio sin hijos y simpatizantes de los ideales del porfiriato. Alberto estaba rodeado en un ambiente severo en el que no tenía permitido conocer más allá de la esquina de su casa. Un día se hospeda en su casa otra familia de tíos, pero esta vez con un acompañante: su primo, un niño más pequeño que Alberto y que en un principio parece un nuevo compañero que mermará las horas de soledad. Sin embargo, resulta todo lo contrario: el primo de Alberto se aprovecha de su condición enfermiza para chantajear y obtener todo lo que desea; contrario al protagonista, para él no existen prohibiciones. En vista de su situación, Alberto hace todo lo posible por recibir el cariño de sus tíos y al percatarse de que eso no será posible, toma la decisión de abandonar la casa y vagar por las calles prohibidas. Al final, los tíos de Alberto lo encuentran y éste regresa a la vida de siempre.
En “Como un animal, como un hombre” el personaje principal narra en primera persona el momento en el que es secuestrado por unos criminales y transportado en un camión pequeño hacia el lugar —se ignora cuál es— donde planean asesinarlo. Cuando uno de los secuestradores tiene la necesidad de orinar, el camión se detiene y aprovechando el descuido de sus captores, la víctima, presa del miedo y la adrenalina, decide escapar para salvar su vida. En ambos relatos los protagonistas experimentan muerte y renacimiento, de los que hablaremos a detalle más adelante.
Antes de continuar es pertinente esclarecer la definición de los conceptos que abordará este trabajo, el de la muerte y, posteriormente de la muerte simbólica.
El término “muerte” es bastante amplio y existen muchas definiciones para explicarlo, por este motivo solamente mencionaré aquellas acepciones que me ayuden a sustentar y desarrollar mi interpretación, sin olvidar la idea principal del concepto. Para Guadalupe Osorno la muerte es “el único desplazamiento radical […] Y, al sacarnos del espacio-tiempo que ocupamos, sólo con la muerte dejamos la necesidad de narrar este mundo, de comprenderlo” (35). Como bien menciona Osorno, la muerte despoja al sujeto de individualidad: iguala, generaliza, basta recordar que, al morir, el sujeto deja de tener un nombre para ser designado como “el cadáver”. Al mismo tiempo, la muerte estabiliza una realidad, impone un orden, pensemos, por ejemplo, en el ciclo vital: muerte para que haya vida. Diana Cohen describe la muerte como un acto intransmisible, como un todo integrador de la vida (20). José Vicente Arregui asegura que la conciencia del ser humano ante su mortalidad lo saca del letargo y lo obliga a preguntarse por sí mismo (141); la muerte “no es algo que uno hace sino, más bien algo que le pasa” (157). Finalmente, Philippe Ariès, después de hacer un recorrido histórico por las distintas concepciones que se ha tenido de la muerte, menciona que es a partir de la Modernidad que se le percibe como aquello que “arranca al hombre de su vida cotidiana para someterlo al paroxismo, para arrojarlo al mundo irracional, violento” (62). En resumen, la muerte es innombrable, oculta, otorga un nuevo sentido a la vida, implica un cambio, es un proceso irreversible, arroja al sujeto a la marginalidad y su gran compañero es el dolor.
La muerte simbólica comparte las características esenciales de la muerte en general, sin embargo, para ser más específicos, se conoce como la transición, en vida, de un estado a otro que implica un renacimiento. De acuerdo con Israel Campos, la muerte simbólica se relaciona con el proceso de iniciación, el cual Mircea Eliade define con las siguientes palabras:
El neófito muere a la vida profana para renacer a una nueva existencia, santificada, renace igualmente a un nuevo ser que hace posible el conocimiento, la conciencia la sabiduría. El iniciado no es solamente un recién nacido: es un hombre que sabe, que conoce los misterios, que ha tenido revelaciones de orden metafísico (Mitos, 213)
Eliade considera que la muerte nunca es un fin sino “un rito de paso hacia otra modalidad de existencia” (62). En Nacimiento y renacimiento señala que la intención de la muerte simbólica es la formación de un hombre nuevo cuya condición se considera como la auténtica existencia humana (6). Esta concepción parte de la idea milenaria de que todo proceso de renovación implica una previa destrucción, “un estado no puede cambiar sin necesidad de ser aniquilado primero” (9). Una vez expuesta dicha definición, retomo el análisis del cuento.
En “La infancia prohibida” el narrador nos sitúa en un espacio y tiempo precisos: le informa al lector la edad que tenía en aquel entonces, describe la casa y proporciona información del contexto histórico: la época postrevolucionaria; esta precisión contrasta con la vaguedad de la vida de Alberto, ya que no pertenece, por así decirlo, a un lugar ni a un tiempo determinado.
Desde las primeras líneas del cuento, el narrador establece mundos perfectamente delimitados: el de los grandes, que se erige con una marcada frontera, y el de los niños; el mundo exterior (ciudad) y el mundo interior (casa).
Guadalupe Osorno reconoce la clasificación de Russell Cluff, en la que, de acuerdo con el crítico, “La infancia prohibida” forma parte de los relatos de iniciación y epifanía, sin embargo, Osorno no considera esta agrupación como única, sino que encuentra que aquellos momentos que se consideran transitorios también se pueden interpretar como “muertes constantes y presentes en el desarrollo de la persona” (85); para Osorno, en “La infancia prohibida” se articula la muerte simbólica o metafórica.
Alberto está en una edad transitoria, en la que pasa de ser un niño a ser un hombre (o un adolescente), pero no es lo uno ni lo otro. Es huérfano y esto lo orilla a fluctuar entre tener una familia pero no pertenecer a ella, o mejor dicho, no sentirse parte de ella; con sus tíos la barrera está bien delimitada: él es un sobrino más que no recibe el amor y la ternura que anhela; podría decirse que tiene familia pero no el cariño que, se supone, ésta proporciona a sus integrantes. De igual manera, no pertenece a ningún lugar: la casa no es suya y por si fuera poco todos los rincones que propician un ambiente divertido (como la biblioteca) le son vedados, pero sus tíos le prohíben situarse más allá de la esquina de su casa, argumentando que es una zona llena de peligros y delincuentes. Él mismo lo dice, es un arrimado, está un reino severo que no puede conquistar porque no forma parte de él.
No es gratuita la mención del contexto histórico: el país (México) atravesaba por una transición, en la que ganaban terreno los ideales postrevolucionarios; se trata de una periodo de renovación, una separación de los valores conservadores porfiristas. Por este motivo, sus tíos calificaban al mundo que emergía más allá de las fronteras de su casa como peligroso y pervertido, y según ellos la “rebeldía” de Alberto era consecuencia de la nueva etapa: “─Dios mío, ¡cómo han cambiado las cosas! ¡Ahora los niños quieren ser hombres antes de tiempo! Esta época de perdición los hace abrir los ojos a la malicia demasiado temprano.” (62)
Los familiares de Alberto se aferran al pasado, se sitúan en un tiempo y espacio estancado en el que impera los antiguos ideales, de ahí su severidad en cuanto a las normas y prohibiciones para con su sobrino, a quien lo educan con una moral conservadora que no deja lugar para libertad ni para la felicidad. La casa de sus tíos también se presenta como una especie de santuario en donde todo permanece impoluto y estático: el protagonista no puede “profanar” ningún objeto, no puede interferir en el orden de cada rincón porque está bajo la amenaza de despertar la furia de su tía:
Tuve que aprender a respetar reglas y más reglas: no penetrar, salvo autorización especial, en la sala siempre oscura y misteriosa, en la estéril biblioteca o en el fúnebre comedor sólo poblado por la rara visita de un huésped solemne; no pisar los encerados […]; no entrar en casa por la puerta principal, ni saltar los escalones, ni deslizarme por el incitante pasamanos de la escalera […]; ni sentarme en los rancios sillones (Valadés, 59)
Es un mundo estéril (como el matrimonio de sus tíos): no es un ambiente propicio para que la felicidad y la imaginación nazcan, ni da pie para la renovación. La casa (el lugar de los vivos) puede interpretarse como una metáfora de la vida: llena de leyes y condiciones para ser vivida. Una vida que puede llegar a ser monótona, plagada de prohibiciones.
En cambio, el espacio exterior (la ciudad), como la muerte, es misteriosa, no hay lugar para la singularidad sino que generaliza a los sujetos, es desconocida, implica un constante desplazamiento y el imaginario colectivo ha creado una barrera delimitada pero al mismo tiempo invisible entre casa-ciudad, afuera-adentro, de la misma manera en la que se divide vida-muerte sin percatarse que forman parte de un todo y que la una no existe sin la otra.
Cuando Alberto se rasura marca el inicio de una serie de escisiones, de cambios en su vida y en la manera de percibirla. El acto de afeitarse la escasa barba lo acerca al “mundo de los grandes” porque es una actividad que realizan los hombres adultos, pero, a pesar de ello, es un acto inocente, travieso, de manera que la acción se emparenta más con la de un niño que con la de una persona adulta:
Bien decidido ─y en mi decisión había la esperanza de que tendría un motivo para que en casa, por lo menos una vez, los elogios y los mimos me correspondieran por hazaña tan singular−, tomé la brocha y me enjaboné la cara, y de la misma manera como lo había visto, me tumbé en uno cuantos minutos todos los finos pelillos. (Valadés, 61)
En este pasaje se puede identificar el inicio de la transición y el antecedente de la muerte simbólica que experimenta el protagonista, pues traspasa, hasta cierto punto, la barrera del mundo de los grandes. No obstante, se trata de una actitud infantil que busca la aprobación de terceros y el ser aceptado. En cambio, el escape de Alberto sí constituye un total acto transgresor ya que irrumpe el orden establecido al ingresar a la zona prohibida: no buscó la simpatía ajena, como sí sucede cuando se rasura. Asimismo, al abandonar su hogar se desvincula y comienza la verdadera transición hacia un estado de madurez, porque al ir más allá de los límites establecidos adquiere un conocimiento del mundo. Abandona el nido, se independiza aunque sea por unos momentos.
De acuerdo con todos los significados que engloba el concepto de muerte (iniciación, desplazamiento, aislamiento, dolor, renacimiento) identifico la muerte de Alberto justo en el momento en el que escapa de su hogar, de hecho, el discurso que antecede la huida se asemeja al de un sujeto a punto de morir, de partir a otro “mundo”: “Era la hora de huir, de abandonar para siempre ese mundo hostil, incomprensivo, en el que un sillón, una cortina, eran más considerados que mi desvalida niñez” (64). Esta muerte también viene acompañada del dolor: “No podía sufrir más” (64), “[…] crucé la hasta entonces inviolada frontera y por primera vez en mi vida, solo, con mis 11 años tocados por el dolor […] me dirigí hacia la dolorosa aventura de hacerme santo o convertirme en domador de leones” (65). Nótese en estas citas que la huida, como la muerte, la emprende solo: no la comparte, ni involucra a nadie más, es un acto íntimo, solitario.
Como un enfermo que ha sufrido en vida y al morir se libera de este yugo, así se siente Alberto cuando se encuentra en la ciudad: sin ataduras ni prohibiciones. Mientras observa el espectáculo del globo pareciera que está muerto, debido a que abandona la realidad, el mundo intangible. En este pasaje la muerte se equipara al sueño porque en ambos casos el sujeto se deslinda del mundo tangible: “olvidé todo para absorberme en la contemplación del patriótico globo” (66), “ajeno a todo lo demás” (66). La muerte-sueño acaba cuando el tío lo descubre y, posteriormente, el protagonista despierta, renace con nuevos conocimientos (el del mundo exterior, el de la libertad, y la nueva nación que simboliza el globo).
El protagonista se desplaza de un lugar a otro, de un mundo a otro. También podemos considerar como desplazamiento a la transición de niño a hombre que experimenta cuando descubre los misterios de la esquina prohibida, ya que, debido a los peligros que, según sus tíos, depara ese espacio, ingresar a ella suponía la pérdida de la inocencia y, por ende, el abandono de la etapa infantil: “[…] más allá de esa frontera estaba el secreto de todo eso que podrían ser los pantalones largos, los bigotes, el acariciado anhelo de llegar a ser hombres” (58). Para Eliade la transición de la infancia a la adolescencia es una especie de muerte, pues, como ésta, se trata de un “paso obligado para acceder a un nivel diferente de ser; un segundo nacimiento, el comienzo de una nueva existencia, diferente, espiritual” (Ossorio, 32).
En el cuento, la transformación (o renacimiento) de niño a hombre se revela al final cuando Alberto corre a los brazos de su tía y descubre que el mundo de los grandes (es decir, el mundo de sus tíos, el mundo conservador) es y seguirá siendo hostil e intolerante; la esperanza (resultado de su inocencia) de que exista un cambio en la actitud de sus tíos, se ve destrozada cuando descubre que no será posible, es ahí cuando el lector intuye que el protagonista, ante la reacción de su tía, ha dejado de ser un niño porque ya no mira ingenuamente la realidad.
En “La infancia prohibida” se establece un juego de paradojas como la vitalidad de la muerte. Es cierto, el escape y su estancia en la calle, corresponden a los pasajes en los que se identifica la muerte simbólica porque, en efecto, hay una iniciación, un desplazamiento, un abandono de la realidad y una pérdida de la individualidad, como señala Osorno. Sin embargo, también hallamos alusiones a la vitalidad. En su “muerte”, su rito iniciático es cuando más sensaciones experimenta, abandona la realidad como si estuviera soñando, pero al mismo tiempo imagina, explota sus sentidos (especialmente el visual): “En lo alto, navegando en el límpido cielo, podría ver de norte a sur, de oeste a este, a la gran ciudad que aprendía a amar por mí mismo […]” (66), se deslumbra por todos los indicios de vida que observa; risas, personas, movimiento, el globo descrito como un ente vivo: “temblando con el humo que despedía la estopa encendida bajo su vientre, parecía ansioso por ascender, aleteando los adornos de papel […] que manos amorosas lo confeccionaron” (las cursivas son mías) (66). Asimismo, en la ciudad, aquel lugar que ha sido el recinto para la “muerte” del protagonista, se diluyen las marcadas barreras que sí hay en la casa de los tíos, el mundo de los grandes y el mundo de los chicos se entrelazan. Como en el cuento se señala, los hombres son adultos de “rostros duros, sus ojos enrojecidos”, que dicen “palabrotas” y al mismo tiempo son niños jugando con un globo, riendo “como si fueran muchachos”.
Al igual que en Alberto confluyen las dualidades, de manera que no pertenece a un solo momento, a un único lugar, la ciudad y la muerte también se presta para ser y no ser. No se limitan a una sola naturaleza. La muerte es ese todo unificador en el que es posible la vida y muerte, la ciudad también es esa unidad que alberga muchas posibilidades. El protagonista no se encasilla en un solo mundo porque forma parte de una nueva generación que abandona los valores de antaño y la visión cerrada de la vida que no admite diversidad. Alberto no comparte estas ideas, por eso se siente libre en la inmensa y prohibida ciudad. De ahí que Alberto (germen del cambio) y la ciudad (escenario de esta nueva etapa) entablen una relación con la muerte ─esa otra marginal─, que da lugar a la renovación y, como menciona Eliade, ofrece tantas posibilidades de ser, de renacer.
Por otro lado, en el cuento “Como un animal, como un hombre” el protagonista (cuyo nombre se ignora) aunque se sitúa en una carretera está en un lugar indeterminado y desconocido. Osorno inscribe esta historia en los relatos en los que “la finitud de la vida está empleada desde un uso metafórico que describe una falta de sentido ante la existencia o un tránsito hacia un estado diferente” (20). Russel Cluff lo considera un relato epifánico pues gracias a un estado de alumbramiento se le revela las ataduras de su existencia. (Cluff en Osorno, 16).
Al igual que en “La infancia prohibida”, distingo dos tipos de espacio: cerrado y abierto, el primero corresponde a las cuatro paredes del camión y, como la casa de Alberto, la opresión, el abuso de poder y la limitación son las principales características: “Ellos iban sentados, como yo, en el piso del camión. Dos enfrente de mí, y otro a mi lado” (Valadés, 26). No basta con los límites del propio camión, los secuestradores se imponen como la otra barrera, la que representa hostilidad y represión; durante su estancia está en un constante desplazamiento. Cuando se encuentra en este espacio, percibe la noche con una carga negativa y mortal.
La noche goteaba silencio y sombra, un vasto y oscuro silencio interminable, cómplice, como si ella participara con estos hombres, en el propósito inhumano de “darme un paseíto”. El camino era ahora de tierra a tierra, tierra polvosa que se filtraba entre las hendiduras del piso […] adivinaba a un lado del camino ajenas figuras de cactus, aparentando brazos enemigos (Valadés, 24)
El silencio, la oscuridad, las sombras y la esterilidad de la tierra aluden a un paisaje muerto. La noche, como sus secuestradores, es enemiga del protagonista.
El espacio abierto es el que conocemos al final, cuando escapa victorioso, “y todas esas formas de los cactus y mezquites, de las plantas silvestres, de las piedras, las luciérnagas, las estrellas, el propio silencio, la tierra, eran una casa segura y amada […]” (Valadés, 28). Nótese que en esta descripción desaparece la carga negativa que en un principio le adjudica a la noche, los cactus ya no aparentan “brazos enemigos”, sino que forman parte de un paisaje vivo. Ya no asusta la oscuridad y la inmensidad de la noche ahora es bella y la considera su casa. Los dos espacios se contraponen, mientras uno está cargado de vitalidad y naturaleza, el primero es carcelario, con la presencia de lo humano y restringido, sin embargo, ambos son sitios imprecisos.
En el interior del camión se da una pérdida de la vitalidad, el protagonista se halla en un estado agónico: “Cada tramo que el camión recorría, me daba la clara sensación de ir recortando mi propia vida, empequeñeciéndome” (Valadés, 23). La expresión “empequeñeciéndome” no sólo alude a la muerte simbólica del personaje, sino también a su animalidad, de la que hablaré más adelante y que, en cierto modo, se vincula con la muerte porque la considero una etapa de transición.
El estómago se me encogió, débil, como si el miedo lo hubiera golpeado directamente a él. En mi boca, la saliva empezó a huir, y tuve que absorber con los labios una pasta amarga, infinitamente estéril, que me deshacía todas las palabras. Dentro de mi pecho retumbaba una tormenta de pánico, enloquecido mi corazón con todo mi miedo concentrado allí […] (Animal, 23)
La debilidad, la pérdida del habla y el miedo inevitablemente recuerdan a la muerte, aunado a que, en el espacio cerrado, el protagonista sufre la pérdida de su individualidad y percibe su cuerpo, (su yo, su subjetividad) como una entidad ajena a él: “las piernas, acobardadas, inútiles, adelantando su fin, obligándome a buscarlas, a tocarlas, para estar seguro de que no las había olvidado en algún sitio fuera de mi cuerpo.” (Valadés, 23), “la voz llegó dicha por una persona inesperada. Era mi voz, escapada de mi garganta y hablando fuera de mis dientes y mis labios. La oí yo mismo, sobresaltada, angustiosa” (Valadés, 24). El narrador explícita su estado moribundo: “Y al paso del camión iban cayendo la negrura, la oscuridad, mis restos de vida” (Valadés, 25).
La animalidad del personaje está presente en gran parte del cuento y aunque tiene innegables atisbos de vitalidad, no se puede hablar de un renacimiento como tal porque el narrador se ubica en un estadio “primigenio”, su estado animal, en el que priman sus instintos para evitar la muerte biológica. Es parte de la transición[1] por la cual atraviesa. Se desintegra, se convierte en animal (estado primitivo) hasta evolucionar (renacer) en un hombre nuevo. De hecho, es significativo que su escape lo haya posibilitado la necesidad fisiológica del secuestrador, los instintos primarios lo van conduciendo hacia una nueva vida: “Yo era un animal portentoso con músculos de elasticidad imponderable y del hombre que yo era sólo había quedado conciencia de mi embriagado corazón” (Valadés, 28). Como deja entrever esta cita, el estado de animalización se ubica entre los límites de la vida y la muerte, el hombre que ha muerto y el hombre que será.
Identifico la estancia en el camión con la muerte simbólica. Al igual que el espacio de la muerte, o más bien de los muertos, el camión es un no-lugar, un sitio impreciso, vago y misterioso, inclusive cuando los secuestradores deciden dónde matarlo se refieren a este lugar como:
—Más adelantito. Será mejor.”, la referencia carece de exactitud y el personaje piensa: “Una medida de longitud que yo hubiera querido conocer exactamente. Delantito. Algo que hubiera querido poder medir, milímetro a milímetro. A unos cuantos metros, a un kilómetro, a varios. Más allá.” (Valadés, 25. Las cursivas son mías).
El personaje principal pierde su individualidad, es expulsado de la cotidianidad de su vida —y la tranquilidad que ésta supone— para ser arrojado a un entorno violento que lo saca del letargo y le obliga a preguntarse por sí mismo. La muerte supone dolor, en este caso se traduce en agonía y resignación, como un moribundo que, cansado, se sienta a esperar sus últimos momentos de vida: “¿Y si no me importara nada? Es el destino. No hay salida. Debo resignarme. Me tocó. Así sería de cualquier modo. Cerrar los ojos, dejarme llevar, esperarlo todo.” (Valadés, 26). Asimismo, implica un cambio en la manera de estar del protagonista, de ahí que se hagan evidentes los impulsos vitales que sentía perder:
Mi cuerpo protestó […] Mis venas, mis músculos, mis células, mi piel, como seres que me sentían caer, se hicieron una voz de protesta, gritando a coro: ¡queremos vivir! Y la protesta me ganó, se hizo mía. Y era yo quien gritaba: “¡No me quiero morir!” (Valadés, 26)
La muerte implica cambios y le otorga un nuevo sentido a la vida al tiempo que estabiliza la realidad, e igualmente arroja al sujeto a la marginalidad, en el caso de este personaje, hasta él mismo se margina cuando su yo se desintegra o cuando se aísla en lo más recóndito de la naturaleza.
El narrador muere y comienza a germinar, a sentir su cuerpo como una unidad, su voz ya no es inconexa sino que le pertenece, reafirma sus ganas de vivir y se impone a la autoridad represora. El narrador se desarticuló, es decir, dejó de sentir su cuerpo y su humanidad, como una metáfora de la aniquilación.
El abandono del espacio cerrado y la introducción al mundo natural se puede interpretar como la característica de la muerte que consiste en expulsar al individuo del tiempo y del espacio que ocupa y lo desplaza a una nueva existencia, de igual manera el protagonista abandona el camión y se introduce nuevamente al mundo de los vivos (la naturaleza palpitante) pero como un hombre nuevo, renacido, cuya sabiduría estriba en reivindicarse como humano y en reconocer la inmensidad de la noche, en entablar un vínculo cercano con la naturaleza, como un animal, como un hombre:
[…] No había nada mejor en mi vida que sentirlas y sentirla (la naturaleza) como si fueran parte de mí mismo, cosas con alma profunda y tangible […] Yo era de nuevo un hombre, un hombre admirable y maravilloso, hecho de tibia sangre, de músculos vivos, de carne heroica, y con un cerebro capaz de pensar por sí mismo, de saber salvarme, un hombre de tan prodigiosas fuerzas naturales, creando una sabia alegría […] (Valadés, 28-29. Los paréntesis son míos).
De manera similar a “La infancia prohibida” en “Como un animal, como un hombre” hallamos en la muerte signos de vitalidad. En el espacio cerrado, emparentado con la muerte por sus características antes expuestas, está la presencia “humana” —que alude a lo vital— de los secuestradores, este signo recuerda a la vitalidad del mundo de los grandes en “La infancia prohibida” y demuestra que no necesariamente todos los significados de la vida son positivos, pues en estos sitios lo vivo es la expresión del encierro, de la autoridad y de la limitación que, en ocasiones, supone vivir. Mientras que el espacio abierto, emparentado con lo vivo, también es misterioso, oscuro, impreciso y, como la muerte misma, funde en su seno e iguala todo lo vivo: plantas, animales, humanos. Tanto el espacio natural como la ciudad son lugares amplios y marginales que integran al individuo en su unidad y propician el desarrollo de su libertad y realización. En la muerte simbólica, el personaje de “Como un animal…” también imagina; el miedo y la agonía delatan los latidos de su corazón y a pesar de que es descrito con tal violencia, que hasta parecen ser los últimos, existe un atisbo de vitalidad: “mi pecho retumbaba”, “violentas sacudidas” (Valadés, 23). En su renacimiento deja entrever rasgos de su etapa transitoria (la animal), como acudir al llamado de la naturaleza y sentirse parte de ese paisaje salvaje en el que no hay signos de urbanidad, ni de humanidad. Contrario a Alberto, el personaje de “Como un animal, como un hombre” está satisfecho con su renacimiento y la reintegración al mundo de los vivos porque no retorna al espacio cerrado del que huyó (Alberto sí), pero los dos personajes tras renacer adquieren conciencia y conocimiento de su posición en el mundo.
En estos dos relatos la muerte se configura en toda su complejidad pues no es un estado perfectamente delimitado sino que se entremezcla con la vida e incluso algunas veces se difuminan tan bien que es difícil distinguir una de otra (como la animalidad en “Como un animal, como un hombre” o el escape de Alberto), después de todo más que opuestos, vida y muerte son complementos, hermanas gemelas que no pueden existir una sin la otra. La muerte no implica únicamente una carga negativa, ya que puede ser tan destructora como reconstructora, de ella también puede surgir la vida. Es más que un mero proceso biológico, incluso en vida se puede morir y renacer, porque la muerte nos brinda segundas oportunidades a partir de la constante renovación. No es un fin sino el acceso (¿o el permiso?) hacia otra manera de existir en el mundo.
Bibliografía
Arregui, Jorge Vicente. “¿Es la muerte un acontecimiento de la vida? Thémata Revista de filosofía 8, 1991. 141-160.
Ariès, Philippe. Historia de la muerte en Occidente. Barcelona, España: Acantilado, 2011.
Campos, Israel. «Muerte Real y Muerte Simbólica en el Cristianismo Primitivo: dos formas de identificación con el Salvador.» IV Simposio Internacional de la SECR, Milenio: miedo y religión. 2000.
Cohen Agrest, Diana. Por mano propia: estudio sobre las prácticas suicidas. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires, Argentina, 2010.
Eliade, Mircea. Mitos, Sueños y Misterios. Madrid, España: Grupo L88, 1991.
——————. Nacimiento y renacimiento: el significado de la iniciación en la cultura humana. Editorial Kairós: España, 2001.
Martínez, Omar Raúl. Edmundo Valadés tiene permiso.
Osorno, Guadalupe. “El sujeto y el espacio dual a partir de la muerte en La muerte tiene permiso de Edmundo Valadés”. Tesis. Universidad Veracruzana, 2010.
Ossorio, Margarita. “Muerte y religión en Mircea Eliade”. 2012.
Valadés, Edmundo. La muerte tiene permiso. D.F, México: Fondo de Cultura Económica, 2005.
[1] Aunque las transiciones se asocian con las edades del hombre (niñez, adolescencia, adultez) interpretaré la animalidad del personaje como la edad primigenia, el empequeñecimiento del que hablo en la página anterior.
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