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Alpie, Texturas del Sentido

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Fotografía: Max Lakutin
Escrito por: Cinthia Pamela Fernández García

Todas las luces se encontraban apagadas, los típicos sonidos nocturnos resonaban en mis oídos; crujidos, grillos, uno que otro coche pasando. Por la noche podría garantizar que esta casa pertenecía a otra familia, pues de día podía parecer imposible callar los gritos, risas y azotes de puerta que tan frecuentes eran en esta época del año. La época, bueno, da igual la época. De repente, me encontraba volando y juro que al ir a la cama para intentar dormir ni siquiera alcancé a cerrar mis ojos, no me dio tiempo pues al acostarme ya me hallaba en el aire. Sentía como unas garras inmensas me prensaban por la cintura mientras mis brazos y piernas colgaban, parecían señalar el techo de mi vivienda que poco a poco quedaba atrás. Después de un largo viaje llegamos a alguna montaña pues, apenas mi cerebro procesó aquel paisaje, supe que era Milford Sound. Días antes había tomado un libro acerca de historia de Nueva Zelanda y este lugar había quedado retratado en mi memoria de una manera impresionante, aunque no volví a visualizarlo hasta ese momento, en el que más que imaginarlo estoy segura de haberlo vivido con cada uno de mis sentidos.

Por un momento quedé tan asombrada que había olvidado que no estaba sola. Mi acompañante y piloto se encontraba a un par de metros de mí y me observaba fijamente. Jamás he podido descifrar qué significaba esa mirada. El águila Haast es un ave gigantesca que raptaba seres humanos y está ya extinta, o eso pensaba la humanidad. ¡Yo había logrado volar con una!, durante, a lo que mi parecer, fueron horas, y ésta no se observaba peligrosa ni violenta como la describían en el mismo libro que hace poco mencioné, al contrario, sus maneras de moverse, revolotear las alas y observarme eran dignas de un ser benévolo y paciente.

Bastante tiempo después, y no puedo decir un aproximado, pues perdí la noción del tiempo observando y procesando aquel suceso, regresamos a mi ciudad. Justo cuando pasábamos por encima de mi casa, el águila me dejó caer. Quisiera decir que intercambiamos palabras pero en realidad no pude decir nada, alcanzando únicamente a suspirar de la sorpresa. Esta vez yo le daba la espalda al piso y mientras me escurría por los aires me percataba de que era casi imposible salvarme de esta caída.

Fue antes de comenzar a percibir la punta de los árboles al caer cuando amanecí acostada en mi cama. Ruidos fuera de mi cuarto y por las cortinas la luz pasaba.

-¿Acaso fue sólo un sueño?- murmuré. -¿Qué haces en mi cuarto?, ¿se te perdió algo?-dije, con tono sarcástico e irritado.

Mi madre había entrado a mi habitación sin tocar, como era su costumbre.

-Deberías saber ya que esa manera tuya de hablar no me agrada nada. Ni a mí ni a ninguna otra persona que tenga que cruzar palabra contigo. Algún día deberías de probar algo llamado amabilidad, aunque dudo que sepas qué es-.

Ese trato punzante entre madre e hija era ya costumbre y algo muy normal en mi vida diaria, aunque admito que eso no significaba que me agradara pero por lo menos evitaba una riña de gran magnitud.

Nunca me he llevado bien con los que se hacen llamar mi familia, son tercos, insensibles e histéricos y yo demasiado impaciente para soportarlos. Es cierto que me han alimentado y dado un lugar donde dormir, pero es evidente que todo esto me ha sido brindado más por obligación social que por un cariño auténtico. En pocas palabras nuestra relación ha llegado a la indiferencia para evitar el intento de soportar nuestro carácter.

Era poco más de las 7 am y en la escuela eran muy puntuales con el cierre del portón, suerte que la excusa de lluvia era simplemente perfecta y mi ropa chorreaba a montones, puntos suficientes para llenar de lástima al portero y que me dejara pasar.

-Buenos días, señorita. ¿Otra vez a esta hora? –

-Buenos días, don Andrés- contesté.  -Ya sé pero gracias por dejarme pasar. Me dejará pasar… ¿no es así? –

-No pasa nada niña, sólo tú, así que apúrate que he visto cómo todo el rebaño entró ya al salón -dijo, seguido de una sonrisa pícara y de complicidad.

-No sé qué haría sin sus bromas mañaneras. ¡Gracias! -grité mientras corría de prisa al salón.

Toda mi infancia me la había pasado en este colegio y aunque jamás he podido llevarme bien con todo el mundo, la mayoría de mis compañeros eran de mi agrado y yo del suyo. Así era hasta que llegó mi pubertad y mis gustos y formas de pensar difirieron mucho del resto, ahora soy una de esas marginadas sociales que entra en apuros cuando de formar equipo se trata. Es un poco deprimente no tener amigos cuando antes éste era el lugar que consideraba mi verdadero hogar.

-¡Mierda!- pensé. Era de nuevo ese grupo de chicos que no podía terminar bien su día sin haberme hecho sentir mal. Alan, su líder, era el que más disfrutaba de verme llorar.

-Si vienes de nuevo a molestarme le avisaré al portero y él te echará de aquí- contesté a su mirada burlona.

-¡Ja! ¿Tan loca estás que no te das cuenta de la edad de ese viejo gordo? −me contestó uno de sus discípulos, Gómez le decían.

-¡Me da igual marica! Por lo menos tiene mejor figura que tú.- (Cabe mencionar que al decir esto me sentí victoriosa pues en la mirada de aquel niño se notó la derrota por la que había pasado).

-Déjala Gómez, la pobre tonta pensó que veníamos a hablarle, cuando, honestamente, ni siquiera nos daríamos cuenta de su ausencia.- Alan contestando, ingenioso y cruel.

En el fondo yo sabía que esto era mentira, pues yo era su pan de cada día y al parecer no podía sentirse completo sin dedicarme diariamente sus despiadadas frases. Aún así las miradas y la actuación de indiferencia contra mí me movieron el piso y una vez más Alan logró su cometido.

Al llegar a casa escuché a mis padres discutiendo.

-Ya no la aguanto Enrique, ya no la aguanto.

-A ver Clara, es nuestra hija. ¿Qué podemos hacer? Aguantarla, ¿no crees?, somos buenos cristianos y debemos actuar como tal.

Son unos hipócritas, unos buenos hipócritas diría yo.

Subí a mi cuarto no sin antes tomar unas galletas y un poco de leche y no bajé el resto del día. Al acostarme y cerrar los ojos sentí una fuerte brisa que apartó el cabello de mi rostro. Esta vez me llevaba de lado y aunque sus garras me apretaban firmemente no me lastimaban. Llegamos al mismo lugar que la noche pasaba.

Sólo me observaba y al preguntarle esto lo único que hizo fue desviar la mirada al paisaje. Aquí era de día mientras que en mi cama era de noche. En ese momento supe exactamente lo que Haast quería (así lo apodé, nada creativo): él quería alejarme, alejarme de aquella realidad que no me dejaba tranquila, en las noches cuando nadie estaba dispuesto a molestarme. Esa vez disfruté más que nunca mi estancia en el lugar pues estaba completamente consciente de lo que significaba y cuál era mi objetivo ahí.

¡PUM! Me soltó de nuevo sobre mi casa.

-Adiós Haast, hasta mañana.

Los días pasaron y yo cada vez me sentía más perdida. Lo único que me reconfortaba era la realidad nocturna en la que volaba por los cielos, segura de estar bien aunque sea por unas horas. Ahí nadie podía alcanzarme, mi familia, Alan, los problemas, la tristeza, nada ni nadie.

Esta vez llegué a la escuela y al caminar por enfrente de los salones todo un grupo de personas, que se encontraban frente a la oficina principal, voltearon a verme.

-Ahí está la chamaca.- dijo el padre del pobre esclavo de Alan.

-Señorita acérquese por favor- la directora había hablado y yo me acercaba lentamente como si predijera mi desdichado futuro.

-¿Qué?

-De nuevo te estás metiendo en problemas…

-No he hecho nada.

-¡No seas mentirosa rara! ¡No olvides cómo me dejaste el ojo!

-¡Se lo juro! Señorita se lo juro, soy inocente.

-Discúlpame, pero ya sabemos que no es así, Ana… desde hace tiempo que sabemos de tus alucinaciones nocturnas. Tus padres nos han contado todo y ellos te escucharon admitiendo, hace un par de noches mientras dormías, lo que le hiciste al señor Gómez.

¿Por qué todo el mundo estaba en mi contra? Ahora mis padres no solo querían correrme de sus vidas, también me culpaban de algo que jamás hice, ¡apoyaban a Gómez y a esa bola de retrasados! Recuerdo haber corrido hasta mi casa, inundada en llanto, para cuando había llegado empezaba ya a oscurecer.

-¿Dónde habías estado Ana?- dijo mi madre.

Sin contestarle, rápido subí a mi cuarto y pareció que el sol esperaba a que entrara a mi habitación para poder ocultarse en su totalidad pues cuando me adentré a ella todo estaba absolutamente oscuro.

-¡Vamos! Duérmete ya, duérmete ya. ¡Haast! Por fin estás aquí. Gracias, mil gracias, ya no podía esperar más para verte y pasear un rato juntos por las montañas de Milford Sound. Ahora todo está mejor.

El ave tenía una expresión inmóvil, lo único que se movía eran sus grandes alas que se desplegaban una y otra vez para mantener el vuelo.

Llegamos a las montañas, era de noche, jamás había estado así. El silencio reinaba como siempre pero en esta ocasión esa mudez no me tranquilizaba, de hecho me exasperaba un poco. No había brisa y el pasto ya no bailaba, al parecer algo había cambiado y mi paraíso había sido corrompido.

-Haast mírame, vamos mírame. Haast… ¿por qué no…?

Había dirigido su mirada a mí y, aunque ya había dicho que jamás pude descifrarla, esta vez lo que veía no era misterio, era inexpresividad. Me tomó por la cintura como la primera vez que fue a buscarme pero esta vez viendo hacía el cielo y me llevó de regreso a casa.

Comencé a caer desde lo alto y supe que pronto amanecería de nuevo en mi cama, en esa realidad insípida y desgraciada. Esperen… por primera vez al momento de ir en bajada pude ver la punta de los árboles, aún más, el molino cerca de mi casa, los postes de luz.

Al día siguiente Ana fue encontrada por su madre en el techo de su casa. Incontables huesos rotos, el cráneo destrozado. Explotó internamente, como si se hubiera tirado desde lo alto de un edificio, lo extraño es que, por lo regular cuando esto sucede, las personas aparecen en el suelo y no en el techo.

 

No.21
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