Ilustración por: Kayleigh Martin Esquivel
Escrito por: Karla Marrufo Huchim
Cierto es que las últimas décadas han visto el despegue de una crónica hispanoamericana poderosa, enfocada en los problemas más acuciantes de las sociedades contemporáneas, sustentadas en la investigación de fondo y el testimonio; crónicas de largo aliento e impacto que han posibilitado la consolidación de espacios de difusión para este género muchas veces desterrado por su doble nacionalidad literaria y periodística. Desde la Operación masacre de Rodolfo Walsh publicada en 1957, este tipo de crónica se ha erigido como una de las mejores formas de dejar testimonio y reflexionar sobre una realidad compleja, atravesada las más de las veces por la violencia y la injusticia. Pero cierto es también que paralela a esta producción continúa teniendo vigencia y público la crónica de las pequeñas cosas, la que va salvando de la inercia la vida diaria para posicionarla en el espacio de la reflexión y del asombro. Y aunque ambas son muy necesarias, por ahora me concentraré en la segunda.
José Martí llamó “pequeñas obras fúlgidas” a aquellos textos breves donde iba recolectando algunas piezas de la cotidianidad para conferirles una nueva vida en el texto, siéndole fiel a su idea de que “cada día es un poema”. Manuel Gutiérrez Nájera también compartió esta vocación por dar constancia del día a día y de hacerlo con un toque íntimo y una expresión atinada, intentando recrear a través de las palabras la atmósfera de un tiempo y un espacio determinados. Desde entonces, la nómina de autores dedicados a consignar su asombro en una brevedad brillante, fue creciendo a lo largo del siglo XX y continúa aún en el XXI. Basta con pensar en Laura Méndez de Cuenca, José Juan Tablada, Enrique Gómez Carrillo, Jaime Torres Bodet, Jorge Ibargüengoitia, Carlos Monsiváis, Fabrizio Mejía Madrid o Álvaro Uribe, para trazar parte del camino de la crónica enfocada en el detalle del diario acontecer.
En ¿Hay vida en la Tierra?, Juan Villoro llama a este tipo de crónica “periodismo de tentación” y considera que de muchas maneras continúa la estela del costumbrismo, retratando “cambios de conducta, los momentos –a veces críticos, a veces inadvertidos– en los que algo se comienza a hacer de otra manera; las rarezas que al generalizarse definen una época”. Más que el suceso de efímera vigencia, este tipo de crónica pone énfasis en lo aparentemente superfluo para resaltar sus aspectos particulares y sacarlo de su frivolidad. Como diría Villoro, es una crónica que “encandila con algo que podríamos ignorar”, y es el papel del escritor articular estas pequeñas tentaciones para el lector que también encuentra en lo cotidiano del devenir espacios susceptibles de ser renovados mirándolos de maneras distintas.
La crónica de las pequeñas cosas se concentra así en los detalles, en el acontecer que de otro modo se perdería en el olvido, y los dota de una nueva vida vinculada con la experiencia individual pero siempre relevante para el colectivo. Sucesos tan anodinos como una reunión de amigos, un paseo por el centro histórico de una ciudad, una visita al médico o un día en el trabajo, se convierten en un acontecimiento donde renovar la mirada, donde tomar un descanso o donde reconocernos en la experiencia ajena. De muchas maneras, la crónica de las pequeñas cosas se articula como una relación solidaria entre escritor y lector, como una puesta en común que no admite jerarquías sino que cede el espacio a la risa, la empatía o la compasión.
Si todas estas maravillas he encontrado en la lectura de este tipo de crónicas, en el lado de la creación encuentro la exigencia de establecer un lazo con el lector en un espacio muy breve, lo cual implica tener siempre los sentidos atentos a lo que de extraordinario puede haber en el día a día y una capacidad de síntesis para no perder el enfoque en la configuración de ese vínculo; pero sobre todo, de una voluntad para no permanecer ajena y entrar en contacto con lo que nos rodea.
Al igual que en el “Tiempo muerto” de Humberto Chávez Mayol en donde los espacios y los objetos evidencian la memoria del acontecer, la crónica de las pequeñas cosas es en “donde se repite la mirada, donde las cosas retoman el nombre de una falta. Es como la piel que muestra, sin presunción, una huella, un lunar, una mancha, tal vez ya vista, pero de nuevo retomada por el asombro”.