Escrito por: José Castillo Baeza
Con el tiempo los docentes vamos aceptando lo que pasa dentro de las escuelas –no dentro de las aulas sino en los pasillos, en sala de profesores, en las idas y vueltas al ministerio– como una verdad inmutable y única. Nos cruzamos con gente que no tiene ganas de estar ahí, porque se las han extirpado con el bisturí de una rutina burocrático-política que desintegra, como un ácido corrosivo, todo deseo.
Manuel Becerra
La afirmación puede sorprender y, acaso, sonar inverosímil pero los que pasamos medio día en el aula podemos constatarlo diariamente: la Escuela está dejando de ser uno de los lugares más importantes para la formación de lectores literarios. El hecho no deja de ser paradójico en un momento histórico en el que, quizá más que en ningún otro, se pide a gritos que la gente lea.
Campañas publicitarias, bibliotecas virtuales, salas de lectura, colectivos y promotores de la lectura se encuentran más activos que nunca. Y sin embargo, mucha de esa promoción se hace a ciegas o no ha conseguido entrar en el territorio escolar, bien atrincherado en las más recientes reformas y blindado en los más “novedosos” modelos educativos. Mismos que gustan de definirse como humanistas, sin tener una idea de la carga semántica e histórica que guarda esa palabra (En Mérida, por cierto, un colegio llamado Humanitas muestra en su publicidad a un hombre ¡cargando un elefante!)
Lo cierto es que el problema de fondo tiene que ver con una gran falacia en la educación de hoy: pensar que es imposible acceder al conocimiento si no se hace a través del lenguaje o del marco de la pedagogía. Además de falso, resulta que ese marco en lugar de potencializar la enseñanza la reduce, la vuelve mecánica y oxida cualquier tipo de relación con los contenidos. Los profesores de hoy tienen muy poco tiempo para preparar una clase de calidad puesto que pasan más tiempo realizando secuencias didácticas, llenando papeles y elaborando formatos que no sirven para nada. Por otro lado, las actividades en el aula quedan prefijadas en una planeación extremadamente rigurosa y estandarizada que no da lugar a la improvisación ni a la creatividad. Estas medidas nos dicen que el profesor ha dejado de ser importante, o bien, que se ha convertido en una figura prescindible, en un instrumento de lo que el gran modelo quiere lograr. El profesor es hoy una figura que evalúa, cuenta, mide, vigila y “facilita”; es también una especie de coach empresarial, un administrador y un gestor…Es decir, un profesor de hoy es todo menos un profesor. La prueba de ello es que cualquier institución de nivel medio superior preferiría contratar a un licenciado en educación para impartir una materia de la cual no tiene (ni necesita tener) la más mínima idea, que a alguien especializado en el ramo.
¿Cómo afecta todo lo anterior a la educación literaria?
Es imposible que la formación de lectores literarios tenga cabida en un contexto así. Sobre todo porque todas las líneas de la educación confluyen en un objetivo más o menos similar: se busca la formación de buenos ciudadanos capaces de trabajar y de adaptarse a la sociedad. Bajo esta óptica no es importante comprender el mundo (mucho menos mirarlo de manera crítica) porque lo importante es aprender a estar en él aceptando sus circunstancias. Es por ello que en los niveles básicos la literatura tiene un carácter instrumental y decorativo: o bien los niños acceden a los textos literarios para buscar comas, puntos o mayúsculas, o bien, se acercan a ellos para “apreciar” qué “bonitas” son las palabras. Y en cuanto a la educación media superior, apenas tienen los estudiantes tiempo de adentrarse en la literatura (dado que las materias humanísticas han sido casi borradas de los planes de estudio), misma que está mediada por el discurso pedagógico y las trabas que he mencionado líneas atrás. Es difícil pensar que los estudiantes podrán acercarse de manera desinteresada a los libros, mucho menos pensar en que puedan vivir una experiencia estética. Si las cosas siguen por este rumbo, la formación de lectores literarios tendrá que buscar otros derroteros más allá de la Escuela.
Y sin embargo el problema no es nuevo. Petrarca veía en la formación universitaria del siglo XIV una verborrea críptica, un balbuceo conceptual y técnico completamente alejado de los intereses humanos. Bajo el manto de la escolástica florecía la ignorancia de los profesores de la misma manera que hoy estamos empantanados en una jerga pedagógica plagada de nociones que remiten a la nada, una cortina de humo que se ha convertido en “un modo perverso de utilizar la lengua para abortar sistemáticamente cualquier vía de acceso al fondo y sentido de las cosas”, como ha dicho Javier García Gibert en su libro Sobre el viejo humanismo.
La crítica de Petrarca, Salutati y los humanistas posteriores es clara: la educación y la filosofía de su tiempo muestran un “desprecio a una sabiduría aliada con la vida”; el amor por el conocimiento se pierde entre los húmedos corredores de la lógica y la dialéctica; los profesores son incultos, repetidores de un sistema cerrado que no reconoce el amor por los libros de la antigüedad. Lapidaria y vigente son estas palabras del humanista español Juan Luis Vives que pudieran aplicarse a los pedagogos de hoy: “como no tocaban libros […] y tenían la necesidad de decir algo, todo lo redujeron a ciertas fórmulas de invención, a determinadas ridiculeces y logomaquias, para las cuales, maldita la falta que hace la lectura de los antiguos y aun [de] libro alguno, cuando parece más fácil y expedito hallar algún absurdo e imaginar trazas para sostenerlo; teniendo esa fortuna, en poco tiempo, con escaso trabajo, se sale fundador de una nueva escuela…”