The quest for Señor Shakespeare.

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No. Conmemorativo

Ilustración: Javier  Alamilla Córdoba
Escrito por: Lilia Hijuelos Saldívar

La gente me pregunta qué hago. Gente nueva que no me conoce. Yo respiro profundo, sonrío y ensayo maneras novedosas de decir “doctorado en literatura, trabajo traducción del doble sentido en Shakespeare al español mexicano” sin que suene tan pretensioso; no funciona mucho. Casi inevitablemente la respuesta es algo como “wow” y viene acompañada de cejas levantadas, cara de susto, a veces confusión. Después, a la gente le da pena preguntar por qué, cómo se me ocurre, qué rayos se le ve a ese Shakespeare. Curiosamente, parte de la respuesta a ese “por qué” está en la pregunta misma, en la ceja levantada, en el “wow”.

Estamos acostumbrados a pensar en Shakespeare como una delicadeza intelectual. Es importante, elegante, complicado y, aunque pocas veces lo digamos en voz alta, aburrido. Eso es lo que aprendemos de él –si es que aprendemos algo– en la escuela, y es contra eso, contra la cara de susto, que yo escribo. La otra parte de la respuesta, o la respuesta a un segundo “¿pero por qué?”, es un poco más complicada y tiene que ver con lo que somos, lo que creemos que somos, lo que entendemos cuando decimos “mexicanos”. En México Shakespeare es prácticamente intocable, y yo estoy convencida de que en Shakespeare, en tocarlo bien tocado, está una posible salvación para al menos un cachito de nuestra maltratada autoestima, nuestra conflictiva relación con el resto del mundo.

Antes de justificar mis atrevidas declaraciones mesiánicas, voy a hablar de la tercera posible pregunta –los por qués de verdad suelen ser dos– que viene después: “¿qué no está ya traducido?”. Ahora, la respuesta fácil sería “sí, pero las traducciones son malas”, pero no sería justo ni cierto. Las traducciones, elaboradas a finales del siglo xix y principios del xx, que normalmente consumimos no son inherentemente malas, no todas al menos, y no bajo todos los criterios; simplemente cumplen parámetros que tal vez fueron válidos en su momento, pero ahora no lo son más. Siguiendo lo anterior, se puede deducir que siempre son necesarias nuevas traducciones, especialmente cuando hablamos de un autor tan complejo y diverso como Shakespeare, cuya obra no ha dejado de adquirir cada vez más significados en un contexto cultural global.

De esto nace, en parte, la justificación para mi trabajo. Primero que nada, es importante aclarar que la traducción, como yo la entiendo, es un proceso de intercambio cultural constante y fluido, en el cual el traductor debe tener tanto el crédito como la responsabilidad por su obra. En mi caso, es más útil pensar en adaptación –entendida como traducción enfocada en un aspecto determinado de la obra– que en traducción exacta. Siguiendo a Emily Apter[1], no se trata de que el traductor y la cultura meta queden subordinados a la obra original, sino de crear un espacio en el que la cultura meta pueda establecer conexiones con la obra y de esta manera apropiarse de valores y elementos que le permitan entablar conversaciones con el resto del mundo. Para Apter, ésta es la ‘zona de traducción’.

La identidad mexicana se encuentra en un mal momento. La violencia llega a niveles difíciles de asimilar, especialmente en un país que oficialmente no está en guerra. Hemos sido considerados ‘ingobernables’ debido a la corrupción que hace de nuestro gobierno una broma cruel. El crimen organizado controla el país y, como la gota que derrama el vaso, Trump hace alarde de querer, físicamente, convertir a México en un gueto. El muro que probablemente nunca se construya es evidencia de lo que siempre hemos sabido, que existe una muralla metafórica, cada vez más gruesa, entre nosotros y el resto del mundo. En términos shakespeareanos, somos los nuevos judíos y si nos pinchan duele, pero no nos quejamos mucho porque estamos acostumbrados. El punto es que ya no entendemos quién nos está pinchando y por qué.

En medio de todo este pesimismo que nos separa del panorama cultural global, Shakespeare abre una puerta en el muro. Tal vez más que cualquier otro autor, Willie Shakes es global. Queda muy claro que pertenece a Inglaterra, pero también que pertenece al mundo, que habla de todos porque habla de lo humano y, más importante para México, pertenece a todas las clases sociales. Shakespeare es raza, escribió para la raza y, como el humor mexicano contemporáneo, es sucio, es políticamente incorrecto. En esto, es más nuestro que inglés.

Enfatizar en la traducción lo que tenemos en común con Shakespeare –el albur, la irreverencia, el humor– es hablar un idioma que nos une, nos pone al nivel del resto del mundo.

Ésta es entonces mi respuesta definitiva a todos esos por qués y cejas levantadas: Shakespeare es un juguete hermoso que el mundo comparte, pero a veces parece que en México más bien lo hemos estado tratando como si fuera una de esas figuritas de porcelana Lladró que mi abuelita tenía en una vitrina. Lo vemos de lejos, prohibido y hermoso pero, como no podemos jugar con él, aburrido. Traducirlo más, todas las veces que sea necesario, para México, en código de albures, slang chilango, español yucateco o spanglish fronterizo, es al final jugar con él; y jugar a Shakespeare con el mundo es hacer un huequito en los muros que nos separan.


Notas

[1] Emily Apter, The Translation Zone. A New Comparative Literature (Princeton; Princeton University Press, 2006).

 

No. Conmemorativo
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NO.CONMEMORATIVO
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conmemorativo

Escrito por

Revista de Literatura, Arte y Humanidades editada por la Escuela de Humanidades de la Universidad Modelo. Ha publicando periódicamente del 2002 a la fecha.

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